¿UNA
ÚLTIMA VEZ?
Con
la boca llena de niebla y abandono, apenas sí conseguí decirle unas
pocas palabras cuando me encontré con ella al atardecer en aquel
bar. No, no nos dijimos muchas cosas, y parecíamos ancianos que se
están despidiendo de todo mientras contemplan, con las sobras de un
apetito gastado por la vida, la lujuria escandalosa de la lluvia tras
el cristal. Ella me parecía hermosa, hasta demasiado hermosa, con su
cabello rubio, sus perplejos ojos verdes, su boquita francesa bien
perfilada, y su piel blanca decorada con pecas y breves lunares
colocados con precisión de cirujano. A pesar de mi agotamiento
vital, yo la deseaba, la seguía deseando con las propinas dejadas
por una pasión irritante y obscena.
La
casa de uno de los dos quedaba cerca, y en ella sus piernas se
abrieron para cerrarse luego con rapidez en torno a mi cintura. Me
sentí como una mosca dentro de la boca de una planta carnívora,
pero con la súbita certeza de que jamás hubiese sido susceptible de
imaginar una muerte más dulce. Nuestros cuerpos se cerraron el uno
sobre el otro como una herida que empieza a cicatrizar, con el
conocimiento del dolor; pero en armonía con sus huellas y sus
manchas humanas. La música de la carne volvió a sonar entre
nosotros, y fue como si se quejara en el alféizar de la ventana un
pájaro rarísimo, como la sirena de un barco que entra en el puerto
después de muchos días.
Fuimos
luego capaces de perdonarnos las despedidas y hasta las derrotas.
Tampoco entonces hizo falta hablar demasiado: nunca fuimos de muchas
palabras, y al entregarlas lo hacíamos como quien se prepara para
entrar en un castillo abandonado. Nos entendíamos silenciosamente, y
bastaba escuchar la suavidad de su respiración cuando se quedó
dormida para saber que era lo poco que me gustaba de mí mismo, y que
quizá por eso aún valía la pena seguir aquí, implicado en el
reino de este mundo.
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