ENTRE
UN DESIERTO Y OTRO
Esta
tarde, en la playa, el sol entra y sale del libro, marca las páginas
con fuego, con la arena que el viento sopla. Esta tarde el sol llena
las palabras de materia desolada. El viento gime en las piedras
derruidas del castillo junto al mar. Como un perro herido, el viento
aúlla, gime, mientras el sol, como en un juego, elige unas hojas y
otras no de los árboles extranjeros, del flamboyán, los árboles
rojos y verdes de la playa tardía. Esta tarde, una tarde cualquiera
y transparente, hay un niño también sobre la arena, en el agua. Hay
un niño mojado que va y viene de un desierto a otro, entre los
gritos salvajes del viento en las paredes de las palabras que leo,
del viento que quiere entrar bajo la cúpula o la bóveda de las
palabras inaccesibles, invulnerables en su cuarto de fuego. Sobre las
montañas, en las laderas, en el rostro de tabaibas y cardones y
piedras, miro, en las montañas que custodian el mar, el paso negro
de las nubes blancas, el viaje, la trasmigración oscura de las nubes
celestes y, en mis ojos, se mueve su escritura, avanza y retrocede,
sus palabras que nunca fueron más densas y extrañas, sus trazos en
fuga desde el papel diáfano del cielo de verano hasta el papiro,
hasta los pliegos y las hojas, las páginas ardientes y calcinadas de
la tierra de malpaíses y páramos, promontorios y lomas. El niño
vuelve, quiere que me bañe con él. Quiere nadar hasta las rocas de
afuera, hasta las aguas más profundas y oscuras; allí, entre los
peces que huyen asustados o se disputan la comida que les ofrecen los
pescadores, las ancianas, los bañistas, no las adolescentes, las
muchachas rubias y extranjeras. Todo es sensualidad, todo es encanto
y sentido, todo es sensación y cabellos muy hermosos. Todo es duda y
preguntas: al hombre que está comiendo, al que pone y quita las
hamacas. Todo es ausencia y constancia, llegada y precisión,
densidad y diferencia. No aprendí a leer aquí, pero estoy leyendo y
aprendo, otra vez, a conocer y a bordear lo que nace o resucita.
Rodeo, le doy vueltas al sol, que no sabe, que está ciego, como
Edipo, como Homero, como la llama que permite ver; pero no puede
mirar. La muchacha, la francesa, acaricia el borde de un vaso, luego
besa, pone los labios y bebe el licor negro, la tinta dulce, quizá
de la noche, el color del misterio. Bebe
la boca en vaso que no bebe. La
mano escribe o roza la superficie del papel, como si fuera el área
invicta de un cuerpo extranjero, como si fuera el cielo escrito por
nubes difusas e inconstantes, por garzas o gaviotas virtuosas. Esta
tarde, en la playa, el sol entra y sale del libro; como Teseo, dobla
su clámide, bebe en las copas negras del lenguaje y busca al
monstruo del sueño, al híbrido, al descendiente de las
transformaciones. Todo es ritual o llueve, ceremonia o liturgia. El
sol enhebra, en lianas invisibles, las esquinas, los arcos, las
paredes negras y tatuadas del poema. El niño, de pronto, vuelve y
dice que quiere dibujar en la arena. Tiene que elegir, como el pintor
elige un momento, como el poeta elige una palabra, como el traductor
elige una forma de la metamorfosis. Tiene, se propone elegir un
animal: una salamandra o un delfín. Elige un delfín, un pez de
arena. Todo es elegir descubriendo otra cosa en el reino de la
visión. Todo es una cita cumplida con el rey, pero no se puede
confundir a un hombre con el sol, no son lo mismo; aunque nuestro sol
sea una dimmensión humana. Todo son fragmentos amargos de sentido,
un coloquio con los extranjeros que guardan sus cuadernos rojos en
sus bolsos blancos. Cangrejos ermitaños, aprovechan cualquier concha
abandonada, como nosotros: hay que habitar el día, llenarlo, sin
nosotros no sería una parcela de aire, un arquetipo mitológico.
¿Ves? La brisa salada mueve la flor roja de los flamboyanes, la flor
morada del jacaranda, la flor salada del mar azul oscuro o verde y
los cabellos, las flores mustias y desveladas del cementerio, la flor
ígnea del mundo y la flor sin flor de la escritura. Esta tarde, en
la playa, entro y salgo del libro. En un azar elijo unas hojas y no
otras. Flota el aire translúcido. Suena un cuarteto de cuerda en la
casa blanca, en la ladera, en un cuarto de fuego. La música me
salva. El sol se pone, los extranjeros se marchan. El niño acaba su
dibujo y lo destruye. Fin y recomienzo. El mar, los árboles y el
libro, los cuerpos son una inundación de la noche. La apuesta es al
vacío. Dulces y negras, incesantes las desapariciones. Cada vez es
más difícil leer y necesario. Ahora, quizá, solo perdura la
ausencia, el exilio, el éxodo. Ahora hay que leer, expulsados del
mundo, en su materia negra y calcinada.
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