BARRIO ALTO, LISBOA
«Complicó tanto
los asuntos de su vida, y concibió una idea tan íntima de cada una
de las personas que conoció, que ya no sabía quién era o qué
hacía cada uno y de qué modo influían sobre él y sus noches de
insomnio. Decía, por ejemplo, tomar café muchas mañanas con el
profesor Ramírez, que murió ya hace tantos años. No era raro
encontrarlo solo en un restaurante murmurando ante una silla vacía…»
Escuchaba
todo esto, y sus variantes, mientras iba agarrado a la barra de aquel
tranvía viejo, amarillo, que me devolvía a mi piso extranjero tras
las clases. Aún hoy me parece ver a aquellos dos hombres oscuros, de
mediana edad, con bigote bien recortado y anacrónicos trajes o
abrigos excesivos… «¿Sabes? Siempre me trató con levísmo
descuido, un sutil desdén no disimulado. En realidad no me conocía,
nunca le interesé de verdad. Solo fui atrezzo,
bambalina, un actor secundario y sin gracia o, peor, un figurante que
vivía en un piso destartalado al que siempre adjetivó como
«difunto» o «marchito» (…)».
Cada crepúsculo
escuchaba casi el mismo diálogo, una cháchara rutinaria que,
invariablemente, atrapaba mi atención. La noche caía de pronto
cuando, sin darme cuenta, me veía con angustia avanzando entre
barrios y edificios en ruinas de una ciudad difunta o marchita, donde
jamás reconocí a nadie en las calles.
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