AURELIO
CUROPI
Nadie
podía suponer al joven Aurelio Curopi como alguien interesado en la
ciencia o en las letras; es decir, no parecía uno de nosotros, un
lector, sino un caminante, uno de esos que caminan día y noche entre
los cardones y las piedras del desierto. Nadie sabe qué hay más
allá del “Recinto” ni qué buscan los que caminan en los
secarrales porque nosotros, los civilizados, lo tenemos prohibido y
no vamos allí jamás. Los desobedientes que se han internado en esas
arenas no han vuelto, y los mensajeros y peones que hemos enviado y
logran alcanzar, en un último suspiro, nuestras terrazas, pronuncian
unas pocas palabras de horror antes de morir ahogados en su propia
sangre y en sus vómitos.
Las gentes del
desierto son seres requemados y solitarios, casi mudos, que hablan
una lengua que nadie ha podido descifrar hasta ahora. Nuestros libros
de terror infantiles se han escrito inspirados por todos los
prejuicios y temores que manejamos sobre ellos. Nuestras novelas
negras o nuestros relatos de terror para adultos están copados hasta
el hastío sobre especulaciones semejantes, que redundan en la
invasión de nuestro espacio terrestre y la violación sistemática
de nuestras leyes y nuestras vírgenes.
Nosotros estamos
protegidos por altas alambradas, y tenemos agua en nuestros baños y
piscinas y vino en nuestros copas. La verdad es que no entiendo cómo
pude conocer a Aurelio y su literatura. Todavía me pregunto muchas
veces cómo logró salvar nuestro sistema de seguridad y llegar hasta
nosotros. Antes de morir, agotado por la infección y casi desangrado
a pocos metros de nuestras terrazas (los guardas habían descargado
varios disparos sobre su cuerpo), leyó algo y pareció rubricar una
última cosa en el papel manchado que sujetaba en las manos. Solo
porque el muerto sí que conocía nuestra lengua pudimos entender,
pese a la complejidad que planteaban muchos pasajes, que éramos
nosotros los bárbaros.
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