CALLE
LUIS ÁLVAREZ CRUZ
Estoy
esta mañana en la terraza de mi bar preferido en este pueblo de
nombre absurdo. Hace casi dos años que vivo aquí, alejado y salvado
de casi todo: en medio de un malpaís protegido y a orillas del mar,
en el sur del sur de Europa y del hemisferio norte; en el extrarradio
de la ultraperiferia. He venido para vivir con la mujer que quiero:
la mejor escritora joven que conozco en nuestro idioma, y
probablemente la que más escribe.
Antes
de sentarme en la terraza, he dejado mi bolsa llena de papeles y
páginas de diario sobre una silla, y he pasado por la oficina de
correos del pueblo para enviar uno de mis artículos a la capital:
allí me leen con atenta indiferencia y alguna suspicacia. En la
oficina, un día como hoy, cuando las facturas ya se han pagado o
están por venir, no había nadie; pero sí una muchacha jovencísima
y morena demasiado hermosa para aquel lugar al que nunca llegan
cartas de amor; aunque todas, al fin, sean ridículas.
Cuando
salí, regresé a mi silla en la terraza y comencé a revolver el
café que le había pedido a la camarera rubia y de ojos claros que
atendía las mesas. Ya no veo al viejito argentino al que creí dueño
del local, tampoco veo a la chica italiana que lo regenta ahora y que
parece salida de una película del Neorrealismo: para mí es como la
Cardinale o la Loren de aquí. Siempre mira las cosas con esos ojos
enormes e intensamente negros que lo revuelven todo hasta convertirlo
en un caos.
Por
mortal falta de originalidad, y por una costumbre que se sintió bien
conmigo y ya no me abandonó, cogí el periódico del interior de la
cafetería: era El
País.
Pasé las páginas de política sin apenas mirarlas hasta llegar a
las de cultura, donde encontré una bonita columna de Vila Matas
donde hablaba de Montevideo, de la sobrina de Felisberto Hernández y
de los cuentos de éste, de la sobrina de Gombrowicz, de la de
Onetti, y del Hotel Cervantes, donde Cortázar escribió «La
puerta condenada».
Mientras leía, imaginaba la ciudad y sonó una música que solo
escuchaba yo.
En
la mesa de al lado, un joven flaco, y con la cabeza llena de
tirabuzones, comenzó a hablar con una señora muy mayor que esperaba
su almuerzo. Ella le preguntó que de dónde era, él le dijo que era
de Rosario. «Ah,
yo soy de Buenos Aires»
—dijo
la mujer—
«de
Palermo, del barrio viejo de Palermo...»
Me pareció entonces que Borges estuviese por llegar en cualquier
momento. «¿Hace
mucho que no va?»,
preguntó el muchacho; «sí,
mucho...»,
respondió la otra con la tristeza con que se escucha el «Sur»
de Homero Manzi cuando empieza a caer la tarde y se encienden las
farolas. «Yo
fui en 2010»,
siguió el otro...
Mientras
escuchaba la conversación, la lluvia se presentó de repente y
comenzó a mojar poquito a poco las páginas del periódico, como si
Vila Matas hubiese olvidado ponerle las tildes a su artículo sobre
el sur del sur de dónde ocurría esta escena. Seguí pensando en
Montevideo y en los dos argentinos que tenía al lado, y también yo
me sentía a gusto y fuera de sitio. Ella terminó su zumo de limón
y yo el café y la lectura. Me levanté a pagar y nos fuimos a
tientas, mirando un poco hacia atrás, como sospechando una
negligencia o un olvido. Como le gustaba hacer a Felisberto Hernández
en sus cuentos, el final de la historia es esta pausa, cuando aún
vivía y Montevideo o Buenos Aires estaban mucho más lejos.
Me encantan tus ojos.
ResponderEliminarGracias, Sabi, y a mí los tuyos.
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