CALLE
OLIMPIA, CALLE DEL MAR
Vivir
así, contemplando tan solo cómo cambia la luz mientras la noche
todavía, entera y perezosa, está sobre la cama, llena de dedos y de
párpados. Habitar esta calle marina mientras se arrodilla la tarde
y, junto a la orilla, pasean extranjeros o cenan, y luego te cruzas
con una antigua alumna que progresa en su boscoso español del
Báltico. Habitar este bosque de sal innumerable, esta alborada sin
albatros; pero donde anidan las gaviotas que al anochecer picotean
restos de sol entre las algas. Saltar estos charcos cuando baja la
marea, ver cómo se ondula la sábana del mar, cómo los perfumes y
la sombra lo saturan todo. Ir por estos desiertos, custodiados por
falaces adelfas, por recuerdos violados, por piedras que cubren lo
que no se puede esconder. Estar así, articulando un italiano extraño
y dubitativo, defenderse de los tataranietos de Dante con un infierno
nuevo, lleno de diccionarios y periódicos. Pensar que la luna es una
consecuencia de estas montañas, que tu soledad en la piscina es una
ocasión para seguir andando hasta donde sigue sin haber nadie. Así,
mientras se cierran las fronteras para no morir, vivir como quien se
cuece en su caldero satánico y ser feliz no obstante, con la
simplicidad alucinada del que se ha concedido unas cuantas rutinas y
ahorra sus asombros. Comprarle un helado a una mujer morena, pasar
las páginas de una guerra perdida. Ver cómo el desierto se parece a
una intimidad para esfinges temblorosas. Vivir, habitar, sobrevivir
en estos predios, rezar corrigiendo viejas oraciones, acariciar gatos
ajenos que se parecen al gato de Poe. Despedirse de Sasha, decir
adiós a Jocelyn, que sabía tanto de Uruguay y de canarios antiguos,
de Onetti y de cómo duele el atardecer en Montevideo. Despedirse de
algo o acariciar otra cosa, emprender antes de que amanezca un viaje
al acantilado, y recordar allí todas aquellas noches hablando de
cine hasta reinventarlo. Quedarse aquí, pasar de nuevo por el viejo
parque de la infancia donde aún da vueltas un tren imposible. Ganar
a fondo tu derrota en los Jardines de Coral, practicar un francés
jergal y de extrarradio. Dejarse mecer por las ramas de grandes
laureles de Indias. Emborracharse en la plaza del grito de los niños.
Mamarse bien, como en un tango de Discépolo, algunas madrugadas en
una terraza inglesa. Estas cosas imprescindibles, casi nuevas.
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