GIOVANNI
DIGRAZIA
Esta
mañana, su figura estilizada y salvaje de empecinado adolescente se
ha topado conmigo entre la terraza y los jardines del bar. Casi
amagué con saludarlo, pero no lo hice; luego, su actitud, sus
posturas, su charla humeante y nerviosa, adornada de inesperados
giros idiomáticos y extranjerismos, me ha intrigado. Mientras sorbía
en silencio el primer café y deslizaba mis ojos por un periódico,
me encontré preguntándome cuánto tiempo hacía que Giovanni
Digrazia pululaba por allí, en lo que yo consideraba, con absurdo
exceso, “mis dominios”, a la ombra
lunga della mattina.
Lo miré mientras saludaba en un tosco italiano dialectal al dueño
del negocio, y luego a Patrick en ese francés jergal de los
parisinos que hablan su idioma con desdén, o le den la vuelta a su
antojo: eh,
mon pote, çava
la mif?.
Repasé mentalmente mis inútiles diarios, amarillentos y virtuales,
y me dije: “poco más de año y medio”.
Como
aperitivo, y como era su costumbre, pidió una copa de vino blanco.
Aún faltaba más de una hora para el almuerzo y, mirándolo, recordé
las habladurías que había escuchado sobre él: nada especial, la
leyenda común a esos hombres, algo gastados por los fuegos de
artificio de la vida; pero que juegan a ser jóvenes durante mucho
tiempo, y beben hasta tarde en la piscina, se bañan en el mar de
madrugada con mujeres dudosas después de una borrachera, comercian
con cosas prohibidas, de oscuro prestigio, en este sur cicatero o
difícil, y han tenido un pasado europeo y políglota, al que le
gustaba menudear en los mejores vicios: caviar de beluga del Caspio,
champán, vino de Provenza, o los verdaderos e imposibles lugares
baratos de Roma… Hace mucho que Venecia agoniza.
La
francesa madura y teñida de la mesa de al lado, ha fingido dejarse
seducir por los ojos turquesa de Digrazia, e imaginé su bonito
cráneo de rey desconocido sepultado bajo el cemento de cualquier
ciudad industrial: Leeds, por ejemplo, pero me parecía imposible.
Era mejor imaginarlo como el cadáver congelado de una expedición
que se pierde en los hielos del Ártico, o suponer, simplemente, que
seguiría allí, es decir, aquí. Más sencillo pensar que alguien lo
amenazará dentro de unos pocos segundos por una deuda olvidada, que
habrá forcejeos y gritos, y que la caída de una copa de vino es un
símil perfecto para un crimen subtropical. El raro final de un
extranjero de primera entre el bochorno arrabalero de su palacio
arruinado.
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