Cristóbal
Colón
(Génova, 1436-1456 - Valladolid,1506),
después de tocar a la puerta de
algunas monarquías europeas, logró convencer a los sacrosantos y
genocidas Reyes Católicos para que apostaran por su proyecto y
financiaran su viaje a las entonces llamadas Indias Occidentales, lo que
provocó el descubrimiento de América. Este proyecto no es inocente:
a Colón no lo mueve el altruísmo, sino el afán de riquezas, de títulos, de
poder, en definitiva, El Dorado. La Corona Española, tras la
conquista y matanza que hizo en Canarias a lo largo del siglo XV,
decidió arriesgar con dinero judío y proveyó a Colón de todo lo
necesario para emprender su viaje. Y la llegada del almirante a lo
que luego fue América supuso otra matanza de muchos millones de
nativos (¿treinta, cincuenta?), y la rapiña de todo lo valioso que se encontró en las
expediciones y viajes que se hicieron inmediatamente después. España
se llenó los bolsillos mientras pudo y hasta la aparición de los
piratas ingleses, quienes comenzaron a atacar a los galeones que
trasladaban el oro desde una orilla a otra; es decir, a robar un oro
ya robado después de sofocar con sangre las llamadas colonias de
ultramar.
Cuando
se alcanzan los primeros años del siglo XIX y Bolívar, tras traicionar a Miranda y pactar
con San Martín en Guayaquil, se arroga el papel de libertador de
América, el continente no ha perdido su imagen de tierra de
ensoñación que tenía, al menos, desde finales del siglo XV.
América continuaba siendo para los europeos de entonces el gran
contexto de la vida, de la fiesta, del alcohol; el paraíso terrenal
y dionisíaco donde todo es posible, y agradable traspasar cualquier
conductismo o protocolo moral. En ella pone el viejo continente la
irracionalidad y los instintos. Europa es, por tradición y espesor
cultural, el continente de la razón, el ilustrado, que ordena e
imprime rumbo y sentido a la historia, como pensaba Hegel; o trata de
cambiarla ejerciendo una praxis sobre ella, como quería Karl Marx.
Por eso nos encanta, en algunas novelas escritas allí, que los curas
leviten o las alfombras vuelen, lo cual no es necesariamente bueno ni
malo; pero me interesa de estas imágenes el que se ajusten tan
cómoda y plácidamente con la mirada heterotópica o utópica que
nos gusta conservar de América Latina; la misma que nos legaron el
peso estereotipado de los siglos, o el propio Marx.
Me
parece que quien más y mejor se aprovechó de ello, recreando y
capitalizando estos mitos y prejuicios de los propios europeos, fue
Gabriel García Márquez. García Márquez escribió siempre dentro
del llamado “Realismo mágico”, ese clima narrativo que quizá
inaugura el guatemalteco Miguel Ángel Asturias con su novela El
señor presidente
(1946) y que, entre
otros, el extraordinario escritor cubano Alejo Carpentier estudió en
su ensayo “De lo real maravilloso” (Tientos
y diferencias,
1967). Mientras
tanto, en la otra orilla nos satisface comprobar que teníamos razón,
que somos los dueños exclusivos de ella, y que esa es nuestra
diferencia, nuestro rol con respecto a Latinoamérica. Porque, aunque
a algunos nos intrigue hasta la incomprensión, una mayoría muy
respetable de lectores prefiere los inventos y milagros de Cien
años de soledad
(1967) que Paradiso
(1966) o los
relatos conceptuales e intelectuales de Borges, contradictorio y
hasta deplorable políticamente hablando y quizá el gran escritor
del siglo XX en español. La intelectualidad, el enciclopedismo, el
pensamiento, la reflexión... son europeos; ¿a los jóvenes
escritores latinoamaericanos aún les queda solo la magia y la
superchería? Leyendo a algunos de los nuevos narradores, convengo
en que no y espero que siga siendo así.
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