CARTA
ABIERTA AL POETA HÉCTOR VARGAS RUIZ
En
resumidas cuentas,
deseo
pedirme perdón,
pero
me conozco
y
sé que no voy a perdonarme.
Héctor
Vargas Ruiz, Entropía
de bolsillo (2007)
Entiéndelo,
no puedo aceptarlo. Ahora que tenía un poco de dinero (ando siempre
sin un duro), te vas sin que me dejes malgastar mi pasta invitándote
a algo: no es justo, ni para mí ni para todos los besos y labios
huerfanitos que dejas ahogándose en los bares y esperando por ti,
por si apareces de una vez, con tu sonrisa de los sábados, tu oronda
barriga de Buda deseante, y tu barba pobladísima de nieves
estivales. Te debo tantas cosas, nos debemos tanto; te echo tanto de
menos que no puedo más que detestarte con un asqueroso amor
apasionado. Ahora, como Vallejo, «te
odio con ternura»
porque, aunque suene tópico, es verdad que nos quedaban muchas
noches por delante y por detrás —entre
la barra y la pared—,
y nos has dejado más solos que la luna, consternados, con demasiadas
deudas y asuntos pendientes: nunca hicimos aquel trío con la chica
que nos pidió un margarita. Nos debemos un polvo y otro chupito de
tequila (y otro más) a las tres de la mañana, cuando el The
Pink
está por cerrar, oso amoroso, pertinente fumador,
amante desvergonzado, risueño caballero, golfo, buenazo, poeta,
sobre todo, borracho...
Al
final, ya sabes, todo es aún peor sin ti; aunque no te lo creas:
ahora me parece una mierda. No quiero hacer literatura ni buscar
imágenes brillantes para hablar de la muerte (esa tremenda puta,
hija de la chingada), que nos echado agua en el whisky cuando
empezaba a entonarme y la fiesta alcanzaba su clímax, su momento
álgido. No, Héctor, no, aunque lo cantamos muchas veces, sí que
viniste para hacer amigos (lacrimosos, ebrios, demasiados), siempre
pudimos contar contigo a cualquier hora y en cualquier caso; pero ni
eras tan feo como presumías ni tan fuerte como esperábamos y, desde
luego, eras lo más adorablemente informal que ha parido madre en
estas islas, hoy más desveladas y vacías de lo habitual
(poéticamente hablando) y que van decididamente a la deriva sin vos:
“¡Oh, capitán, mi capitán!” Déjame decirte: nada será lo
mismo, no, nada será igual sin tu rostro de picaporte, sin tu
inflamado pecho lobo de berberecho en su salsa, sin tu «Mago
amor».
Ahora
un aire frío me sopla en el costado, estas noches —tan
heladas como siempre—
en las que ya no andas conmigo, frotándote o sosteniéndote en mi
hombro, con tus gafas feas, tus camisetas de rayas y tu sombrero
anticuado. Me has desabrigado para siempre y eso no se hace,
cabronazo. Siempre te gustaron las despedidas a la francesa, pero
esta vez te has pasado, y te exijo una rectificación porque nos has
jodido bien a todos: ahora sí que nos la metiste doblada. No, espera
un momento y deja que hoy me ponga, otra vez, “desagradablemente
sentimental”. Nunca fuimos los más altos ni los más delgados de
tanta noche lagunera; pero sabíamos llenar nuestro sitio. Ahora tu
butaca está vacía para siempre, y dime cómo hago para pedirle una
caña a Andrés, a Nardo o a Yoli; cómo le doy un beso a Laura o a
Gloria de parte de los dos; o qué coño puedo decirle con sentido a
Juan o a Javi y que no suene ridículo, patético, holgadamente
innecesario. Siempre me decías: “Iván, si bajas a La Laguna,
pégame el toque”. Ahora sé que, por tu reloj, he llegado más
tarde que nunca; y, por tu calendario, he faltado justamente en la
noche más necesaria.
Héctor,
recuerda que te espero esta noche en el Siete, así que no me jodas y
no llegues tarde tú también. Cuando entre, quiero verte sentado a
una de las mesas del jardín aunque haga frío, riéndote del
soslayo, con tu vieja riñonera atiborrada. Quiero encontrarte con
una dorada casi llena, liando un cigarrillo con tu pequeño chisme
perfecto, y con esos dedazos blancos y gordezuelos que siempre
supieron tocar las fibras más sensibles, y acariciar a Helena como
si Troya nunca hubiese sido destruida. Después de darnos un abrazo,
nos contaremos una vez más (¡qué pesados!), nuestra anécdota
preferida: sí, más que asiduos del Blues, somos residuos. Sé que
tú volverás a reírte con ganas y sinceramente, aunque ya no tenga
gracia; aunque escribir esta carta de mierda —en
un día gris donde todo sabe a despedida— no tenga ni puta gracia.
Lo hago copiándote de frente, al natural. ¡Venga ya, no me toques
los huevos! Ya sabes que nunca se pide la última, siempre es la
penúltima, esa que todavía tenemos pendiente. Esta vez invito yo,
pero no te la perdono: me la debes, poetílico. No creo que haga
falta decirte que te quiero, pero lo hago por si acaso, ya sabes:
solamente por si acaso.
Uno de lo más grandes poetas canarios de mi generación. Lástima que ya no esté entre nosotros.
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