VIERNES,
7 DE ENERO DE 2005.
—¿Quién
no tiene su vida sin balizas, bien desorientada? ¿Quién no se queda
inmóvil aunque viaje? ¿Quién no ha limpiado su alma, ha adornado
sus mesas con flores humildes y botellitas de colores, ha perfumado
los pasillos de la sangre, para que al menos un comensal, un deseo,
quiera sentarse allí y disponer de uno? ¿Quién no tiene su fábrica
de luz, quién no se aviene a morir dignamente desde las rodillas
hasta la frente? ¿Quién puede quedarse sin su más allá aunque
esto tan próximo sea un paraíso y un dislate? ¿Quién se negaría
a contarle un cuento a un niño, a ser hipocampo embarazoso por la
mujer amada? ¿Quién no se colgaría al cuello un símbolo del que
se sienta orgulloso? ¿Quién no tiene su creencia, su domesticidad,
su cotidiana tentación, su furioso remordimiento? ¿Quién no tiene
su aristotélica mascota metafísica, su comparación para el
desafuero? ¿Quién no pierde la conciencia de vez en cuando y jura
que hubiese preferido no volver para ser mucamo en la mansión del
orden y las justas proporciones? ¿Quién no ha violado su moral,
quién no ha roto una costumbre dejándola caer al suelo como una
pila de platos sucios? Que levante la mano el comme
il
faut,
el achacoso, el quejica, el correcto, el tímido, el asno encorvado
que cubrió su fervor de sanos principios grabados a golpe de
regla... ¿Quién no ha previsto su tumba, pagado su entierro, quién
está como tú al borde de un delirio? Ése, el de la intemperie, que
se atenga a las consecuencias, que aprenda un intensivo modo de
naufragio, que se entere de una vez, que se lo ha ganado a pulso.
¿Quién no tiene su sonrisa, su buen comer, quién no ha temblado
alguna vez a corazón abierto? ¿Y qué podremos hacer al cabo con
las precauciones excesivas cuando lo ahorrado penosamente no cotice
ni valga la pena gastar en otro mundo? ¡Ay de mí, ay del prójimo
engañoso!
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