QUERIDO CARLOS
Veinticuatro
de noviembre de 2000. Es una tarde fugaz y fría de otoño en el
Aulario de Guajara. Aún curso tercero de Filología Hispánica y
seguramente habré dejado de ir a alguna clase, o dicha clase habrá
sido aplazada por el profesor/a, para asistir a una lectura poética.
Dentro del ciclo ideado y organizado por Miguel Martinón, aquella
vez participaba Carlos Pinto Grote con una breve selección de sus
más de veinte libros. Don Carlos ya era un hombre viejo, no sé si
un anciano; pero un señor mayor al que, sin embargo, le restaban y
lo alzaban sobre su pequeña estatura unas fuerzas que no se sabe
bien de dónde salían. Antes y después de aquella tarde había
visto a otros hombres ya viejos, con más o con menos edad que don
Carlos; pero a ninguno con aquella entereza, con aquella seguridad
dubitativa, emocionada, en la voz que pronunciaba con temblor cada
sílaba, cada experiencia matizada, reconstruida en la tranquilidad
húmeda de una mínima ciudad universitaria y conventual.
«Cansado
de esperar tu voz lejana / duermo en la paz inquieta de las cosas...»
Jamás había visto a un hombre barbado tan fresco, con menos aspecto
de fatiga, confesar un cansancio. No era un agotamiento físico, sino
una demora sentimental, un silencio por parte del otro (de ella en
este caso) que derrotaba y sumía al poeta en melancolía, en dolor,
en una tristeza metafísica y sentimental, íntima e inconsolable.
Primeros versos de un soneto incluido en su primer libro, Las
tardes o el deseo (1954). Había un deseo frustrado y un
límite, un atardecer insatisfecho en aquellas palabras. En un
momento, el medio siglo, donde la poesía española se veía
arrastrada al compromiso con las circunstancias históricas, a ser
instrumento de las maleables ideologías y los tumbos políticos,
Carlos Pinto Grote examinaba su intimidad, nos hacía sentir el
tiempo mediante su insinuación, y se alejaba de las tendencias para
ir descubriendo su estilo, si bien aún encerrado en sonetos
neoclásicos y garcilasistas.
Después
de aquella tarde remota, nos encontramos unas cuantas veces más en
La Laguna: en el Café Siete, donde solía ir a escuchar un concierto
o una lectura mientras tomaba sus whiskys de malta con ademanes de
lord inglés; o en el centenario Ateneo, donde se me acercó para
felicitarme después de una lectura mía con mucha generosidad y una
sonrisa. ¿Cómo olvidarte, querido Carlos?
No lo conocí, pero tuve una simpática conversación por teléfono con él en la que me confundió con una chica que quería ligar con él. Parecía un hombre muy agradable. D.E.P. Buen texto, como siempre Iván.
ResponderEliminarGracias. Era un ser fuerte, hermoso, extraordinario, lleno de creencia y altos conceptos de las cosas. Me alegro de que viviera tanto y con tanto provecho para el bien, para lo bueno, para belleza y placer.
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