SÁBADO,
1 DE JUNIO DE 2002. —
Acaso no querrás saberlo, pero los castaños renuevan su hoja.
Amanece la tarde. Cada vez duele más volver aquí. Cada vez la
belleza y la esperanza duelen más. Todo acabará con mi muerte en
esta primavera infinita que no dura, y todo comenzará con mi muerte.
Acaso los cielos se arrugan, la luz se enreda en la paciencia de los
árboles. Cada vez el sol rompe más lejos y pisa más alto el mar.
La
luz se va hasta el horizonte y, allá, tan ausente, entre el cielo y
el final de los ojos, asoma el borde de una isla o la silueta de un
deseo. Sí, los castaños tienen hojas nuevas y, sin embargo, vuelvo
por una hoja que ya no existe. Es primavera nuevamente, de camino
aquí vi la fiesta de unas personas que se reían, parecían felices.
Pulso un pétalo de la morgallana sin arrancar su flor; tal vez ella
se alegra tanto como tú de entregar su luz ahora, su amarilla e
intensa claridad, su gualda nítido y oloroso.
En
los campos, en las laderas, el algarrobo, la flor humilde del
jaramago y los ramos de lavanda. Los gladiolos de los jardines duran
más en mi memoria que en la mente del mundo. También, a veces, se
nos entrega un lugar, un espacio no habitado por nadie, como un
bosque de nubes o la piel de un desierto. ¿Puede esta tarde valer
por mi vida? Quedan estelas sobre el mar como caminos que alguien
alejó cruzándolos. ¿No es cierto que has venido aquí para
nombrar cada hoja que gravite sobre una piedra mohosa?
La
belleza puede tener el nombre más nefasto. Hallaste nieve derramada
como ventana descosida que helara tu atención. Nadie por los
senderos porque los senderos se marchan cada vez a sitios
desconocidos, más lejos, más negros, a donde nadie llega.
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