LUNES,
22 DE MAYO DE 2006. —(La
Laguna) He venido esta tarde, después de clase, al Salón de actos
de Magisterio para volver a ver (¿cuántas veces ya?) Un
perro andaluz (1929), la
extraordinaria y brevísima ¿película? de Luis Buñuel, con guión
del propio Buñuel y de Salvador Dalí. Debido a la extrema cortedad
del genial director aragonés, en la sala también se proyectará
luego La sangre de un poeta (1930),
la película dirigida por el poeta y novelista Jean Cocteau. La de
Cocteau tampoco es larga: apenas alcanza la hora.
En
cuanto a la película de Buñuel, con ese gran diván freudiano tras
la cámara y dentro de la cabeza del director, contiene imágenes
que, una vez vistas, se quedan para siempre en la retina de ese ojo
mental que vuelve a poner frente a ti aquellas hormigas saliendo de
la palma de la mano (al parecer un sueño de Dalí que éste comparte
con su amigo), aquel tocamiento de pechos femeninos, aquellas dos
pesadas mulas muertas sobre un piano arrastrado penosamente y, sobre
todo, aquel ojo tachado del arranque, aquella pupila cercenada,
cortada por un barbero (el propio Buñuel) que insinúa que es el de
una mujer. En fin, escándalo de burgueses provocado por creadores
venidos de familias burguesas. Hay quien ha insinuado y cree que el
perro andaluz era
Federico García Lorca (no recuerdo ahora dónde lo leí).
Hay
un poco de filosofía marxista tras la cinta, pero lo que hay, sobre
todo, son las teorías psicoanalistas revolucionarias, y muy
influyentes a comienzos de siglo, del culto psicólogo vienés, que
escribía muy bien, fue un gran lector y un hombre muy bien
relacionado. El Surrealismo alimenta Un perro andaluz
como Rimbaud alimentó el pensamiento poético y el movimiento
bretoniano mediante el afán, ingenuo, utópico si se quiere, de
cambiar la vida (Marx pedía transformar el mundo); pero el mundo no
se puede cambiar, lo mejor que se puede hacer por él es
diversificarlo, ampliarlo, pluralizarlo hasta donde sea posible. Hoy
vemos que ni siquiera la política sirve para cambiar el mundo porque
quienes la manejan desde la visibilidad y los cargos públicos están
sometidos al dinero sombrío que les llega del verdadero poder, aquel
que está oculto, financia y decide las campañas políticas, y no se
muestra más que cuando puede serle beneficioso o rentable.
No
se puede disfrutar ni entender el Surrealismo ni ninguno de los otros
movimientos vanguardistas (pongamos por caso el Dadaísmo de un
Tristán Tzara) excluyendo un olvidando el elemento lúdico que lo
compone y que llega a convertirse en una vía, en una praxis para
cambiar la realidad y habitar otra: sin asideros, inesperada, sumida
en un caos sólo aparente, donde la imagen siempre es una ruptura,
una violencia con el orden cotidiano de la experiencia. Hubo en
Canarias un Surrealismo tan puro como el de Pedro García Cabrera en
Dársena con despertadores
(1936), o el del pintor Óscar Domínguez, quien quizá para
anestesiar u olvidar su doliente realidad, se entregó sin
precauciones al movimiento casi muriendo en él o a través de sus
métodos. Buñuel es un caso distinto: se aprovecha de los elementos
que introduce; pero sabiendo muy bien que la vida no era solamente
arte y que era imposible igualar, como escribió Andrés Fernández
de Andrada en su célebre «Epístola
moral a Fabio», vida
y pensamiento sin quedarse por el camino. El arte de Buñuel no es
gratuito ni se hace sólo en función de sí mismo, como mera
masturbación estética; muy al contrario: trata de convulsionar, de
provocar una reacción no menos violenta que la que él ofrece.
El
cine de Buñuel en sus primeras cintas, tanto en ésta como en La
edad de oro (1930), es un cine
novedoso y, lo que es más importante, desaforadamente nuevo. El
director propone una temprana cesura con un arte relativamente
reciente, muy reciente comparado con otros (apenas tenía entonces
tres décadas); pero que quizá ya empezaba a volverse acomodaticio y
autocomplaciente. Buñuel advierte antes que nadie los avisos de esta
ruina y usa la violencia como método. El ojo cortado por la navaja,
como la nube cortada por la luna, es también un tajo sobre un
discurso cinematográfico previo que comenzaba a apelmazarse y a
funcionar según una actuación lógica muy marcada: una pura y
simple satisfacción sin sorpresas, un regocijo de las emociones del
espectador que estaba ansioso por buscar en la pantalla personajes
ideales, estereotipos muy definidos, muy estrictos, con los que
identificarse y olvidarse de sí mismo.
El
sueño, el caos onírico que Buñuel mezcla en su paleta de luces y
sombras caravaggionescas, en alianza con el provocador Dalí, es un
golpe seco en el estómago flojo y desprotegido de la sociedad
española y europea de los felices años veinte. Uno se sienta ante
la cinta y quiere ordenar algo, una historia, unas imágenes que no
se prestan a ningún desarrollo armónico, a ninguna periodicidad. Ni
un espacio ni un tiempo bien definidos, todo in media res,
sin que se nos ofrezca un contexto claro, unos antecedentes a los que
agarrarnos. No parece difícil imaginarse a los primeros espectadores
de la película removiéndose incómodos en sus asientos, y
preguntándose qué demonios era aquello, y por qué se sentían casi
molestos, descontentos, insultados... La película de Buñuel no
excluía una racionalidad que, además de querer renovar y
revolucionar el viejo arte burgués, quería clavar astillas en la
conciencia del ya entonces ocioso consumidor de arte.