UN DÍA CUALQUIERA TAL
VEZ, PROBABLEMENTE
Uno de
esos días, uno cualquiera que esté en oferta, me moriré, ahora sí,
definitivamente: me saldrá más barato. Dejaré por fin de
sobrevivirme en los besos que me bebo y en los vasos que no pago, y
mi exquisito cadáver —sólo
tengo uno para toda la semana, también para los sábados— saldrá
a flote sin hundir la flota: aproximadamente sobre el río Hudson.
Vendrá entonces el forense —lo supongo muy pálido— a deciros a
todos que me he asesinado, yo solito, sin hacer ruido. Os imagino ya,
complejos y perplejos, casi consternados, escupiendo al cielo y
dándome de dado. Os imagino en los pasillos calurosos de cualquier
antro, llorando de repente, con los ojos hinchados, y haciendo del
infinito un ocho poniéndolo de pie antes de entrar al baño. Pero no
quiero que lloreis: los hombres no lloran (eso he oído en mitad de
un llanto), y las mujeres cada vez menos: ¡ahora hay que ahorrar
tanto!
Tal
vez guardeis en la memoria un par de anécdotas sin importancia ni
genuino relieve trágico: los viajes al fondo de la noche en los que
me sigo embarcando, los barcos ebrios en los que sigo blasfemando,
mis bromas a destiempo, mis chistes sin gracia, y que nunca dije un
NO rotundo a casi nada ni un “sí, ya es tarde. Hay que volver a
casa”. Sin esperar un tiempo prudencial, os repartiréis mis libros
y mis discos como buitres carroñeros que sólo siguen su instinto o
hacen su trabajo. Quizá incluso os dé por madrugar y os presentéis
en mi entierro para echarme tierra encima —incluso, si cuela, hasta
una flor— y leer un poema para los más allegados. Yo entonces
estaré impertérrito y difunto, muy tieso y muy frío, hierático,
muerto de amor por todos vosotros; pero como si no os hubiese visto
en la vida: en la muerte se está, generalmente, con los ojos
cerrados. Tampoco entonces quiero lágrimas.
Y
seguiréis bebiendo, pese al hígado y los años, alguna vez a mi
salud (¡cínicos, hipócritas!), para abrazaros luego, con el
corazón descosido, las manos temblorosas, y los ojos rotos como
platos. Luego volveréis a contar los mismos chistes de siempre:
habréis perdido para entonces casi todo vuestro juvenil encanto. Y
en vuestra boca, a veces, mis versos sonarán de nuevo. Los curiosos
y entusiastas —cumpliendo el protocolo— os preguntarán por mí,
y cabizbajos, casi melancólicos, diréis: “se ha muerto en defensa
propia, de repente, un día, sin avisar, sin dejar testamento ni
dejar rastro...” Diréis que la última vez que me visteis, me
visteis bien porque estaba borracho, e invitando a copas con el
dinero que jamás tuve para engordar mis deudas y nunca más estar
tan flaco.
Meses
después vendrá la higiene emocional, hábito moral de la nostalgia.
Señalaréis un día, aquél día, en cualquier calendario. De noche,
esas noches de los jueves —que ahora son los nuevos sábados—,
giraré en torno vuestro como un airecillo sutil que se acerca por la
espalda y, al cuarto chupito, pondréis uno más por si aparezco;
pero no: entonces ya no habrá canción que valga la pena cantar (no
habrá ni un viejo corrido mejicano). Mis pasiones se irán a la
buhardilla o al trastero, y de mi música quedarán cáscaras tan
sólo, “sombras nada más...”, como dice el tango. Con los meses
pasarán los años y, en los relojes de arena, nuestra memoria será
como un desierto; ya sabéis: “Los oasis son siempre espejismos (…)
Cuando me quisieron, yo no quise tanto”.
Y
también vosotros os iréis marchando, sin quejas ni lamentos, sin
hacer ruido (como yo), poco a poco, uno a uno quizá; pero siempre
habrá una mano amagando con un brindis, una mirada desvalida y
mojada como un perro entre las calles, unos pasos perdidos, ya de
madrugada. Un día de esos me moriré, para siempre, y tampoco...
será para tanto.
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