KILLING ME SOFTLY
Sinónimo de muerte
dulce (2015), primera novela recién editada de la joven
escritora Mireia Pérez Fumero comienza con un preámbulo: la
grabación de un programa de radio donde el que lo conduce (primera
voz que nos habla en el texto) entrevista a una joven escritora: Ana
Sorosiaha de Lefebvre, quien acaba de ganar el 2º premio en un
concurso literario, del que no se nos dan datos, con una novela suya.
La escritora es de origen español, parece algo desconcertada con la
situación y no entiende qué hace allí: que sea ella la invitada y
no la ganadora del premio. Quien lleva a cabo la entrevista (no
sabemos su nombre) le dice que, una vez leídas las dos obras, había
preferido la suya. En el primer capítulo asistimos, como indiscretos
espectadores, al monólogo interior de un hombre, un empresario que
deja saber al lector que es el marido atormentado de la escritora, de
Ana de Lefebvre. Viven en París. Él nos cuenta cómo la conoció y
creyó salvarla, en un primer momento, de su tendencia o instinto
autodestructor: Anne es una mujer poblada de demonios que había
decidido morir, más bien matarse, en Tenerife, quizá después de
una borrachera salpicada de fatales pastillas. Es él quien la salva,
aunque el lector siente que es sólo un salvamento, un rescate
momentáneo y que ella volverá a intentarlo hasta conseguirlo o
quedar agarrada a la taza del wáter con el estómago, el corazón y
el cerebro en la boca.
En el segundo capítulo
es una mujer quien nos habla e interpela al lector. No es difícil
intuir o suponer de inmediato que es Ana de Lefebvre. Está acostada
y dice que alguien se ha ido (¿el gran amor que ha dejado atrás o
su marido?). Así van apareciendo los personajes del libro, in
media res o en mitad de la tormenta emocional que los envuelve,
sin sernos presentados en su condición física y social o en su
contexto familiar. La mujer que le habla al lector en este capítulo
desarrolla otro monólogo interior, el suyo, el cual parece una
respuesta o una puesta en antecedentes con respecto al que le
precede. Ella parece hablarle al hombre, que no es otro que su
marido. La mujer dice lo que le gusta, cuáles son sus costumbres
morales, sus hábitos hedonistas: pasear por el Cementerio de
Montparnasse y leer a algunos de sus autores favoritos: Julio
Cortázar o Virginia Woolf. Aficiones, gustos, placeres estéticos
que él, el empresario, el economista, desprecia u observa con
compasiva indiferencia.
Ella admite y confiesa
(mucho de confesión tiene la novela) que está mal, que trata de
leer y en muchas ocasiones no puede. Toma una medicación fuerte y, a
veces, se le va la cabeza y no consigue concentrarse en la lectura.
Todo agravado, además, por su afición al vino. En la página 18
ella nos dice, al fin, el nombre de él: se llama Richard. Anne cada
vez come menos, se siente débil y percibe que Richard ya no la desea
como antes, ni siquiera la toca. Comer y escribir, en lugar de
placeres complementarios (el físico y el intelectual), se han
convertido en un deber, en una prescripción vagamente balsámica.
Ella sigue barajando el suicidio como una opción muy posible, como
el escape o la liberación definitiva. Había salido de la ciudad en
dirección o en busca del mar, pero regresa a París. París es
también una excusa hermosa y monumental para continuar viviendo y
tocando el piano.
Ha habido otros hombres
para Ana de Lefebvre, pero ella sigue amando a uno, Mateo, con el que
aún sueña llevar a cabo un proyecto de vida: “...habiendo otros
es inevitable que estés tú...”, leemos. Además de la historia
que nos cuenta, la autora nos deja, en mitad de la narración,
interpretaciones hermosas y agudas sobre el concepto o el significado
que para ella tienen algunos verbos, como es el caso de “atisbar”:
“ese verbo marchito porque no termina de atar sus nudos”. La
protagonista, ya lo tenemos meridianamente claro, es una joven
escritora de veintipocos años que toca el piano y se siente tan mal
que se agarra al alcohol como a un chaleco salvavidas que, sin
embargo, no hace más que hundirla más y más en el cieno. Además
de Cortázar y Woolf, desfilan también por el libro Mallarmé, Dylan
Thomas o Matisse, como para acabar de definir el carácter y los
intereses en la alta cultura de la protagonista. Como nos dice bien
la voz narrativa, la acción —situada
en un presente que se siente muy próximo— se desarrolla en medio
de una “Europa partida”. Esa es la Europa que siempre hemos
conocido, sobre todo en este momento y a lo largo de todo el siglo
pasado: un continente dividido, con una muy falsa solidaridad
administrativa y económica entre los países que lo forman, y donde
los intereses y el poder de unos pocos (Francia, y sobre todo
Alemania) ha prevalecido sobre el de los países más pequeños.
Con
el cierre de los primeros capítulos ya sabemos cuál puede ser el
origen del mal que aqueja a Anne: una violación hace ocho o nueve
años por parte de un tipo que ahora le ha dejado una gran cantidad
de dinero con la que ella no sabe qué hacer ni si será capaz de
administrar en sus condiciones: una suerte de herencia envenenada. La
autora, que escribe su novela en una arriesgada y poco frecuente
segunda persona del singular (hay, sin embargo, algún capítulo en
3ª), no esconde sus maestros y principales referencias literarias y
plásticas: Nabokov, García Márquez, Borges, Joan Margarit, José
Corredor-Matheos, Vermeer... referencias reales en las que se apoya
la historia y su protagonista que, cuando sale de París, busca el
mar y piensa en el deseo; pero no en el amor. La convivencia entre
Richard y Anne es tensa, desesperante, conflicitiva... Y hay otro
hombre, Jacques, el psiquiatra de Anne, que está enamorado de ella y
estará dispuesto a cometer una barbaridad por conseguirla: algo
similar le ocurrirá más tarde a Simona. Pero “...No se puede
planear morir de una forma artísitica, no está permitido...”
(pág. 56). Igualmente, de quien nos enamoramos tampoco puede
planearse ni forzarse.
Como
en un juego de muñecas rusas, Anne —la protagonista del libro—
escribe sobre una chica que se parece o nos recuerda a ella.
Confundiéndose, desdoblándose, multiplicándose, juega a que está
menos sola de lo que siente. Aun así, es una suicida en potencia con
demasiado dinero de pronto que sólo podría servirle para
autodestruirse. La intensidad de la prosa de Mireia en esta su
primera novela se deja ver, de principio a fin, en el cruce complejo
de emociones que espolean la historia, en el juego dramático de
personajes que van pasándose el relevo (quizá también la máscara)
y el pábulo para la confesión, para el monólogo donde cada palabra
arrastra algo profundo y doloroso en ellos, como si una larga
cucharilla descendiera por la garganta hasta el estómago y raspase
las entrañas de cada uno. En medio de toda la vorágine está Anne,
una joven que se lo ha jugado todo por la escritura, que desea y
espera el éxito del libro que está a punto de publicar y el
reconocimiento; aunque la sala donde aguarde la dádiva de críticos
y lectores se encuentre en alguna de las terrazas del infierno.
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