UNA
MODESTA COMPAÑÍA
Era
fin de semana y podía darme el lujo de levantarme mucho más tarde
de lo habitual, y dormir cuantas horas me diera la gana; pero, como
si de un mal presagio se tratara, no tenía sueño y sí constantes
pesadillas que no me dejaban descansar, a las que podríamos sumar
unas incómodas agujetas debidas al ejercicio que estaba practicando
últimamente con la intención de bajar de peso. Cuando desperté,
apenas eran las seis de la mañana y aún no había amanecido.
Después de bostezar y estirarme lo suficiente, vi que la noche
todavía duraba fuera y un aire leve sacudía las ramas de los
flamboyanes. Ni un ruido, no se veía un alma.
Después
de ir al baño, me asomé de nuevo a la ventana y debí tardar porque
ya apuntaba el sol en los jardines de la urbanización. En este sur
turístico, después del boom
de la construcción en décadas pasadas, todo tarda un poco más,
como si un nuevo día no tuviera demasiada importancia. El
supermercado aún no había abierto. Decidí vestirme de una vez y
bajar al bar La Terraza a tomar un café, y ver a los pacientes
franceses bebiendo sus primeras cervezas del día, con toda esa calma
que el resto del mundo ha perdido.
El
bar estaba cerrado y me pareció extraño porque no era el día de
descanso del personal. Miré a mi alrededor esperando ver pasar a
alguien, pero no lo conseguí. Ansioso o angustiado, decidí sentarme
en un banco frente a las tiendas y bares de la zona, con la esperanza
de un atisbo de vida. Pasé ese primer día solo, y no me lamentaría
si no fuera porque el sol era lo único que parecía moverse a mi
alrededor. Siguió atardeciendo y amaneciendo como siempre. Supongo
que eso también era una modesta compañía.
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